La primera y la única vez que he entrado con mi bebé de nueve meses a un bar(a sus ocho meses entramos por primera y única ocasión a otro…), fue a éste, que es de los que tienen en la entrada aún las puertas abatibles que abren hacia afuera y hacia dentro. Un lugar limpio en una zona segura y tranquila, justo donde termina el gentío del Centro de Coyoacán, a las cuatro de la tarde prácticamente vacío en sábado, en una tarde calurosa en la que, con un par de tostones en la cartera, es difícil no apetecer una cerveza fría — sin los tostones también se apetece, pero no con tanto gozo -. La cerveza, que se terminó y hubo que pedir otra, la disfruté en la barra, al lado de un chico que minuciosamente decoraba gorras con pintura, mientras auxiliaba a su novia, encargada de atender el lugar, y poner la música. Durante la agradable plática que mantuve con ambos, mi bebé no tuvo empacho en quedarse dormido dentro de su carriola todo el rato. Yo digo que si en un bar un bebé puede dormir y un papá conversar cerveza en mano, es que necesariamente algo estamos haciendo bien. Un lugar típico, sin mayores pretensiones, cuadros y fotos pendiendo de la pared, ventanas a la calle, que merece seguir estando ahí, y ser frecuentado.