Desde hace nueve años, la repostería Lidia abrió sus puertas con varias ilusiones por parte de sus dueños: la primera: encontrar un medio de subsistir y hacer del oficio recién aprendido del padre y la madre: la repostería, una forma de vivir como un negocio propio en los que ellos fueran dueños de su propio tiempo. «A mí papá lo enseñó una cuñada y mi mamá aprendió solita, viendo como lo hacía mi papá». Nos dice Fernando quien afortunadamente y también desgraciadamente ha dejado la escuela pues él mismo no se ve futuro estudiando algo que no le interesa: «A mí me gusta cocinar y he aprendido a hacer pasteles y gelatinas y otros postres gracias a mis padres. No se crea, el sazón se hereda, pero aquí más que nada es el toque. Yo ya no quiero estudiar porque he visto como los profesionistas andan en taxis y yo no quiero hacer gastar a mis padres en cosas que luego no sirven. Me gusta hacer pasteles y un día sueño con tener mi propia pastelería». Con su camiseta de Slipnot, Fernando habla tranquilo y de una forma pausada, seguro de que saldrá de la marginación aparente en la que la Colonia Olímpica se encuentra y nos termina diciendo: «No todo el futuro está en la escuela, también son las ganas de salir adelante y esas a mí me sobran».