Velázquez González Daniel

Un día cuando recién la adquirí, la navecita me quedó mal. Nomás no prendía. Y estuvo como cuatro días así, a falta de un buen (y bien quedado) autoeléctrico que tuviera tiempo para llegar y echar a andar el auto. Fue que le comenté a mi padre, a quien le gusta tener al tiro su nave; me regañó por la «falta de confianza» (como si no fuéramos familia, chale) y al día siguiente llegó con uno de los muchachos de su mecánico automotriz, Daniel.
Rápido le metimos candela al carrito y arrancó. Lo llevamos al taller, ubicado cerca de Periférico Norte, y ahí le revisaron el sistema eléctrico; no era la batería sino un cable pegado del estéreo; desconectamos el estéreo, verificamos que todo marchara y lo hizo.
Mi apá se puso de modo y empezó a ver las luces, fallaba un cuarto; estaba medio roto y en breve arreglaron primero la calaverita y luego reemplazaron el faro.
Por la vuelta, la revisada general y el cambio de luz, me cobraron cien pesos. Una ganga de alta «corriente».