Soy más pichi que las rosquillas tontas y que las listas, lo prometo. Me encanta la feria de San Isidro, me visto de chulapo siempre que tengo ocasión y me sé los nombres de toda la familia de San Isidro, uno por uno. Sin embargo, me MORÍA(y lo pongo en mayúsculas) por probar una de las mayores expresiones de la gastronomía catalana: una calçotada. Como soy madrileño, nunca he tenido la oportunidad de probar una buena calçotada, de esas que se hacen en masías y que implican un día entero de beber y de comer. Pero llevo dando la tabarra a cualquier persona que me habla de ellas desde tiempos inmemoriales, así que yo sabía que cualquier día iba a caer. Pues bien, el día llegó, y gracias a un buen amigo que sabe mucho de gastronomía, terminamos disfrutando de una auténtica calçotada en Casa Jorge, uno de los pocos restaurantes fuera de Cataluña que tiene un reconocimiento por su calidad culinaria. Llegamos allí, y me sorprendió que estábamos bastante solos. Por lo visto, el local es muy popular… los fines de semana. Así que mi recomendación es que vayas un día de diario, porque vas a estar absolutamente encantado, tranquilo y vas a tener un camarero prácticamente dedicado a ti, que siempre se agradece. La cosa comienza con un pa amb tomaquet que es como para hacer reverencias a quien haga falta. Por favor, qué cosa tan deliciosa, qué simple y qué rico a la vez. Para acompañar, unos embutidos de la tierra, con bien de fuet y de butifarra blanca y negra, de esa que según la comes, se te hacen los ojos chiribitas. Y luego, esqueixada de bacalao y escalibada, ambas riquísimas. El plato que más esperas, está claro, son los calçots. Pero primero tienes que ponerte un babero, porque el calçot para comérselo hay que estirar el brazo y puede gotear. Esto del babero, por lo visto, es bastante tradicional, así que no os sintáis guiris para nada. Cuando tengáis el babero de por medio, ya podéis coger el calçot de la teja, pelarlo, mojarlo en salsa, y pa’ dentro. Yo nunca había comido uno, y claro, flipé de lo ricos que son. Devoramos los calçots a una velocidad de vértigo, y cuando nos quisimos dar cuenta trajeron el plato de cierre, una bandeja de carnes con conejo, ternera y más butifarra. Todas cocinadas a la brasa, riquísimas y buenísimas como finalización de una comida bastante contundente. De beber tomamos un vino de primero, y luego un cava, que nos sirvieron convenientemente en un porrón. Gracias al cielo por aquello de los baberos, porque yo tampoco es que sea un experto en lo que a beber del porrón se refiere. Para finiquitar la noche, una exquisita crema catalana, que es uno de los postres que más me fascina, sobre todo cuando –como es el caso– el azúcar está perfectamente crujiente. El único aspecto negativo del restaurante es que tiene un hilo musical con éxitos de ayer, hoy y siempre que es un poco hórrido. Y no es que yo sea un intolerante musical, es que de hecho lo comentamos en la cena. El menú sale por unos 35 € más extras(por ejemplo, si tomas café) pero he de decir que merece la pena. Eso sí, sales de allí rodando, así que lo mismo prefieres ir a la hora de comer, que si no puede que luego sueñes con manojos de calçots.