La Extremeña

Una especie de mostrador incrustado en una pared que da a la cabecera mudéjar de la iglesia de Santa Catalina, de ahí, cual teleñeco, asoma la envejecida figura del tendero que parece sacado de un cuento de Dickens en versión Hispalis, chepudo y ajado por los años, este anciano, osco de formas pero eficaz y resolutivo a la hora de sacarte de un apuro de última hora.
La virtud de este negocio, por la cual es reconocido, admirado y siempre envidiado, es por como se pasa por el forro este pintoresco propietario, la ley que establece el límite de venta de alcohol a las diez de la noche. Es ese en el único momento en el que saca la cabeza de su garita y mira a los dos lados de esta calle, que encima es peatonal. Mientras gesticula dice una de sus frases celebres: «¿No hay agua a la vista, no?». Para, a continuación, adentrarse en las entrañas de su atiborrado local. Con muy malas ganas dispone una ristra de bolsas, porque eso si, cometemos ilegalidades, pero aqui que no se rompa ni una bolsa. Cuando le pagas, a un precio desorbitado por supuesto, te dice su segunda frase célebre: «La próxima vez tráete un mochilita hijo».
Son muchas las ocasiones que me ha bronqueado por ir sin mochila, hemos discutido y le he rogado que me vendiese algo indebido pasadas las diez. El caso es que lo visito con frecuencia a comprarle algo porque me pilla de camino al Tremendo. Suelen ser litronas, papel de fumar y también tabaco, upsss, se me ha escapado.