Los Gavilanes

Odio cuando a mi madre se le cruzan los cables. Igual le da por cambiar los muebles de sitio, que por pintar, que por cambiar el cuarto de baño o la cocina. Lo peor de todo es que cuando se le mete algo en la cabeza no hay cristiano que se lo saque. Cuando se le metió cambiar la cocina entera no fue distinto. Y Dios sabe que lo pasé fatal.
Porque para ahorrarnos unos eurillos, mi madre le encargó la obra a mi tío, que vale para un roto y un descosido. Aparte de picar azulejos para quitarlos (con el consiguiente levantamiento de polvo, tan bueno para la alergia), mi tío buscaba un tío grande y fuerte para ayudarlo a transportar los materiales que le hacían falta. Como no encontró a ninguno, me tocó a mí dar los portes.
No sé muy bien de qué, pero mi tío conoce al dueño del polvero Los Gavilanes, y le hacía un buen precio por lo que le hacía falta. Así que allí nos plantamos, a las ocho de la mañana, para recocer los azulejos que mi madre había elegido previamente. Aparte de dejarme la espalda cargando paquetes, pude fijarme en la cantidad de materiales de construcción que tienen, todo la mar de bien expuesto.
No sé si porque es amigo de mi tío, o porque realmente es así, pero el hombre que nos atendió estaba de muy buen humor (mucho mejor que el mío, teniendo en cuenta las horas que eran). Es un hombre, como suele decirse, llano, de los que es fácil tratar con él. Nos echó una mano a la hora de cargar una cantidad de azulejos que a mi me parecía que se podría alicatar el Taj Mahal con ellos.
De hecho sobraron unos cuantos, que dejamos guardados para posibles percances. De momento la cocina aguanta bien, a pesar de haber colaborado yo en su lavado de cara. Y en gran parte es gracias al polvero Los Gavilanes.