Estaba yo fregando los platos una mañana de verano cuando empecé a notar un ligero frescor en los pies que derivaba ligeramente hacia un frescor húmedo en los pies, que terminó siendo una sensación de franca mojadez. Cuando bajé los ojos había, efectivamente, un charco en torno a mis pies que empezaba a expandirse por la cocina y que venía de debajo del lavabo. Las tuberías de plomo de mi casa, instaladas seguramente por Matusalén, habían dicho«hasta aquí». Menos mal que me pillaban cerca estos señores, hermanos entre sí y fontaneros ambos. En seguida subieron a casa, diagnosticaron, buscaron unas nuevas tuberías compatibles con mi fregadero viejuno y en un par de horas había desaparecido el agua, los fontaneros y la angustia existencial. Además, no son nada caros y, aunque quizás no sean la alegría de la huerta, trabajan silenciosamente(que se agradece si, como yo entonces, estás preparándote septiembre cuando llega la debacle fontaneril).