Soneto

Primero, antes que nada, decir que la valoración que hago de este local está pendiente de una futura revisión debido a que no he tenido la oportunidad de probar el punto caliente del local: su karaōke (así como aquellos servicios solo disponibles durante el horario nocturno). El destino quiso que encontrara este lugar de manos de unos amigos de amigos ya por la tarde y es lo que voy a comentar ahora.
El motivo único y ejemplar por el que entramos en este local tan vacío (tan solo estaban la camarera y dos ¿empleados, amigos? sentados en una mesa haciendo tiempo mientras veían la tele en una pequeña terraza del local) fue su panel de ofertas. Entre éstas solo recuerdo palomitas a 1 euro y gofres a 2, y fue la segunda la que dio el empujoncito final para que entráramos allí.
Lo cierto es que, aun estando aquello más vacío que las calles de la película Soy Leyenda, la música marchosa estaba a pleno rendimiento. La espera a que el gofre estuviera listo (ya sabéis, cinco minutitos de micro, sirope de chocolate y un poco de nata, que por dos euros tampoco hay que ponerse exquisos) no se me pudo hacer más ligera, aquello tenía pinta de que por la noche cambiaría drásticamente. Señalo la presencia de televisores grandes repartidos por el interior y uno en el exterior, una buena barra bien provista de luces decorativas y algunas sillas. También debo mencionar que el local es más bien pequeño, así que para mucha capacidad no puede dar.
En definitiva, esos precios ideales para una humilde merendola, la rapidez con la que la camarera se levantó para ir a su puesto nada más vernos (y del cual no se alejó hasta que desaparecimos de allí) así como los elementos de interior tan bien conseguidos hacen de Soneto posiblemente de un buen sitio para una noche de cachondeito del bueno con los colegas y, lo que si es seguro, es que se puede echar una tarde apacible con un señor gofre a buen precio.

Es un karaōke pequeñito, lo peculiar de este sitio es que no hay escenario, todo el mundo canta allí mismo.
¿Quién canta esta? Toma que te paso el micro, y todos a cantar.
La verdad es que no tiene nada del otro mundo, pero si vas a la hora punta, seguro que no te mueves de allí.
El ambiente que hay y lo animado que está, hace que pierdas la noción del tiempo.
Un buen sitio para pasarlo bien haciendo algo distinto.

El Soneto fue el primer karaōke que pisé en Sevilla, hace ya algunos años. Cuando llegamos me quedé completamente chafado. «Y este es el sitio del que tanto me han hablado», recuerdo que pensé al ver que teníà la pinta de un bar normalito, tirando a cutre. Una barra, cuatro mesitas con sus sillas y una pantalla grande al fondo. Lo que no me podía imaginar en la vida es lo bien que me lo iba a pasar.
Llegamos temprano, y no había nadie. Pedimos el libro de canciones y, oh sorpresa. Qué cantidad de canciones. Hasta hoy no he encontrado un sitio con tanta variedad de canciones. No sólo estaban las clásicas en castellano y en inglés. Tenían canciones en italiano, francés y creo que algún que otro idioma más. Como era pronto, nos animamos a cantar evitando hacer el ridículo delante de un gentío inmenso. La camarera que atendía tras la barra supongo que se troncharía con nuestra versión de uno de los éxitos de Il Divo, que por entonces estaba muy de moda.
Conforme fue avanzando la noche, la gente iba entrando con cuentagotas. Admiro a la gente que no tiene sentido del ridículo. Porque, madre mía, qué cantidad de personajes pasaron por ahí. Qué de canciones se destrozaron. Qué bien me lo estaba pasando. Pero como siempre, nos tuvimos que ir en el mejor momento, cuando más animada estaba la cosa.
Esa noche aprendí una importante lección. Las apariencias engañan. Como dijo Randy Paush, «nadie es del todo malo. Si se le da una oportunidad, te mostrará su cara buena». Precisamente eso es lo que pasa con el Soneto. Si se le da una oportunidad, es un sitio que engancha. Y mucho.

No sabíamos dónde ir. Pero estábamos un poco «perjudicadas», ustedes ya me entienden, y cualquier sitio nos valía. Lo que fuera, diferente. Nos sentíamos flamencas y lo de siempre no cabía en esa noche.
Las estrellas reían con nosotras. Una noche de tantas, de carcajadas y amigas, de bromas malas y minifaldas que se suben más de la cuenta. Y el alcohol, que nos acompañó. Fiel amigo de nuestros sábados.
Alguien dijo que fuéramos a un Karaōke. Y nos pareció una idea brillante. Aunque, si les soy sincera, si hubiese propuesto ir al infierno a tomarnos unas copitas con Satán, nos hubiera parecido otra idea igualmente brillante.
No sé cómo pasó, si fue María, Ángeles o Rosa quien le dijo al taxista que condujera hasta Sevilla Este. En fin, el hombre se ganó su sueldo, porque yo me hubiera mandado a la mierda si estoy trabajando a las tres de la madrugado y un grupo de niñatas borrachas entran indecisas y gritando en mi oficina. Eso sí, él se rió un rato. Por lo mismo, que estábamos flamencas.
Acabamos en el Soneto. No éramos los únicos clientes, tampoco lo puedo asegurar con mucha rotundidad. Si les digo la verdad, para mí lo éramos. Y empezamos a cantar. Rocío Jurado, Fito, La Pantoja, Nacha Pop, Paquito el chocolatero…
En tres horas, hicimos una visita por toda nuestra vida, saltando de canción en canción, recordando, con cada una, esas otras noches donde hemos terminado en cualquier lugar, muertas de risa, después de haber desesperado a un pobre taxista.