Bazar Cuauhtémoc

Aquí me compré un morralito de piel (era un bolso raro para señora, pero yo decía que era un morralito, para no quedar mal) con la insignia de la Coyolxauhqui grabado en él. Compré un monito del Santo, un libro de historia del cine de horror, un tapete barroco y pequeño, un par de candelabros y una estufita en el puesto de artículos nazis: no tenía una esvástica ni el logo de la Gestapo, sólo era compacta y blanca, por eso la compré.
Aquello fue cuando viví en la Doctores. El Jardín Ignacio Chávez me quedaba a media cuadra. Los sábados y domingos, me despertaba el ruido metálico que hacían los tenderos al armar sus puestos. Aunque no fuera mi plan ir al bazar, siempre iba, porque tenía que pasar por ahí para llegar al metro Cuauhtémoc. Aunque no siempre compraba algo propiamente del tianguis, era de ley comprarme un atole y un tamal en la esquina del parque, y durante ese breve desayuno, solía ver a las familias transitar alrededor con pasos domingueros.
Esta es una de las cosas que lamento de ya no vivir allá, pero es grato saber que este es uno de los espacios de la ciudad que no sólo han perdurado por años, sino que la fecha en su boleto de permanencia, aún no se ha escrito.