Esc. Sec. Técnica. No. 2 Agustín García Conde

Yo era el tipo más temido de mi generación, todos me respetaban, lo recuerdo; tenía una novia llamada Lorena, muy guapa ella y muy coqueta. Mi taller era de Diseño Gráfico y mi grupo fue el más irreverente los tres años. Allí, con ese grupo lleno de chicos con familias desintegradas, aspirantes a antropólogos, hermanos de filósofos, jugadores de Americano, lectores asiduos, aficionados al reggae y al ska, disidentes, enamorados de la Revolución mexicana y dibujantes hábiles, me formé.
Es una escuela con tendencias eclesiásticas y fuertes normas: «que el cabello, que estás desfajado, que te reíste, que jugaste futbol, que tienes novia, que dices groserías, que eres joven, que eres adolescente y que todo está mal». Odié la escuela con toda mi alma, pero crecí como pocas veces en mi vida, pues en medio de esa represión conocí la música y el arte, la literatura y la historia, las ganas de decir que no y la irreverencia.
Mis padres se esforzaban mucho por pagarme una colegiatura muy módica y parecía que no la aprovechaba, pero esas contradicciones pedagógicas y ese grupo de personas que aún admiro terminaron por hacer de mì un hombre de futuro.
A pesar de que eché piedras a la fachada, debo decir que la Agustín García Conde es mucho más que una hermosa fachada del siglo XIX y más que historias (ciertas todas, lo comprobé) de monjas aparecidas, pues muchos de mis compañeros de secundaria son grandes abogados o grandes pintores o arquitectos o polìticos o contadores o jugadores de americano o poliglotas viajeros o grandes hombres y madres y seres humanos.