El olor a salsa con laurel recién preparada me había espantado de la mayoría de los restaurantes a los que había querido pasar. Agradeciendo mi buena memoria, recordé que a pocas cuadras de donde estaba, había un bar que se llamaba El Molino. A ese bar nunca había entrado. Supongo que era su pinta a bodegón muy viejo lo que me hacía detener. Ahora estoy en El Molino y la visión desde adentro es gratificante. El ambiente es amplio y luminoso. Todas las ventanas y las puertas están abiertas y el aire recorre amable el lugar. Es agradable estar sentada acá. Me pedí medio carlitos especial y una coca cola para levantar energías. Uf, ya estoy mucho mejor. Me gusta porque hay gente que está sentada sola como yo, leyendo en diario o simplemente mirando por la ventana. Pregunté si tenían wifi y me dijeron que no, sin embargo decidí quedarme. La clientela promedio es de cincuenta años y la sensación es que el bar está detenido en el tiempo. Paredes con ladrillos a la vista, piso de cerámico negro con líneas finitas blancas y verdes, mobiliario de caño negro, una heladera de esas antiguas(de madera) sifones de metal y un mostrador alto de madera pintada de color turquesa. Completan la escena carteles enmarcados y una bibliotequita de madera que yace en un rincón al lado de la puerta. Me gusta este lugar. Se respira bien y se trabaja aún mejor. Voy acomodándome para quedarme un par de horas. :)